Cansado del gris de las calles, vagué hasta llegar a un pueblo caliente y húmedo, junto al mar. Ahora sé que odio más a los moscos que a los perros. Al andar en la orilla del mar descubrí que no soporto la arena en mis patas, pero no me importó sentirla con tal de atestiguar la épica muerte del sol, sobre las aguas, al atardecer.
Quise dormir al amparo de una palmera. A medio sueño se desató una tormenta. Me despertó el atronador rugido de un trueno, el más fuerte que haya oído en todas mis vidas. Un torrente de agua fría, arrastrada con furia por un viento que también traía sal y arena, me azotó. La luz se fue en todo el pueblo. Yo, que estoy acostumbrado a mirar de noche, en aquella oscuridad sin luna me quedé ciego. Entonces vino la luz del rayo, tan potente que por un instante pude ver como si fuera día: la melena de las palmeras zarandeadas por el viento, el mar embravecido que parecía querer tragarse toda la ribera, el cielo iluminado de nubes siniestras. Luego de verme solo en la inmensidad, volvió la noche, más cerrada y negra que la garganta de un muerto. Aterrado, huí a ciegas del vendaval.
A la mañana siguiente el mar estaba mansito y me lamió las patas con su lengua salada. Había vacas echadas en la orilla. Desayuné medio pescado, lo encontré lejos del agua. Seguramente lo arrojó hasta ahí la tormenta. No me lo terminé porque una jauría de perros vino a perseguirme y lo solté mientras corría. No pude recorrer el pueblo de techo en techo, porque eran de lámina, ardientes de sol. Si bien pude desplazarme sobre algunas bardas, tuve que caminar en las calles lodosas, rebajándome al nivel de las personas.
En el patio de una casita pobre, vi a una niña desnudita, bañándose sentada sobre una batea de madera. Parecía feliz. Su risa me puso de buen humor, y la seguí cuando salió de su casa al poco rato. Tendría como seis años. Acostumbrada a los animales, me acarició sin efusión excesiva, pero estaba contenta de que la acompañara. No tenía comida para mí, en cambió me dio un secreto: en un lugar cerca del río que pasaba junto a la población, dentro de un tronco hueco, guardaba unas ollitas que hizo de barro. Eran sus juguetes. Como ya no llovía las sacó al sol. Quería que secaran en lo que ella iba a hacer un mandado.
Cuando ya nos íbamos, la niña resbaló y cayó al río. No supe como ayudarla. Se ahogaba. Por fortuna hizo un esfuerzo y pudo salir, pero corrió muerta de susto, llorando, hacia su casa. Las ollitas quedaron sobre el tronco, tristes y huérfanas.