viernes, 27 de abril de 2012

La valentía oculta

Asunción es una mujer mediana de edad, de cuerpo y estatura. Sus gustos son los promedios, también: mira sin entusiasmo las telenovelas, cocina sin mucho picante ni sal, gusta de la música "romántica" en general.
Se maquilla poco: apenas se polvea la nariz y se define las cejas. Para salir a la calle viste invariablemente un conjunto de dos piezas, la blusa casi sin escote y la falda bajo las rodillas, que combina con unos zapatos del mismo color: cerrados y de tacón bajo. Como la ratona Mimí.
Disfruto su compañía, callada y paciente, porque no me distingue entre las decenas de gatos que atiende en su grandísima casa de dos pisos. Es natural que la haya llenado de gatos, a los que trata con mimo excesivo, luego de quedó sin esposo y sus hijos se fueron lejos.
Chonita casi sería el estereotipo de mujer madura y sola, sino fuera porque no está amargada. Es cierto que casi siempre está pensativa y parece triste, pero tiene la inmensa fortuna de alegrarse con las cosas simples. Como el aroma de sus rosales.
Quizá por eso las personas que la ven la subestiman: es tan calmada, tan sumisa, tan resignada a su soledad. Pobre, piensan. Pero yo vengo a su casa no para que me alimente (es mucho el riesgo de caer en una de sus melosas sesiones de caricias) sino para tratar de entender ese carácter tan extraño que tiene.
Porque así, tan medianita en todo, Asunción es una mujer valiente. Soporta quién sabe desde cuando el silencio de sus días sin quejarse, cuando bien podría ser una mujer bombero o rescatista.
Una vez, mientras la señora de la tienda de la esquina le pasaba los chismes del vecindario, estalló la válvula del tanque de gas que el esposo de la tendera trataba de cambiar. Los dueños de la tienda y su hijo, un moreno grandote, salieron corriendo, y hasta los niños en el parque suspendieron sus juegos para acercarse a ver con cautela qué había pasado.
Chonita fue la única que no perdió el aplomo. Fue directamente al patio a tratar de tapar la válvula del tanque con algo mientras salía a presión muchísimo gas. Ahí estuvo buen rato, ante el estupor de todos, hasta que detuvo la fuga con un trozo de jabón blando atado con un trapo.
Luego vinieron los gaseros a cambiar el tanque, pero Asunción no lo vio porque a esa hora pasaban su novela de las cinco. Estaba particularmente feliz porque los señores de la tienda le regalaron una bolsa de galletas de animalitos y ere perfecta la temperatura de su café.

jueves, 26 de abril de 2012

A unos centímetros

Corre. Huye de mí. Escóndete de mi furia recalcitrante, porque si te alcanza la garra de mi frustración te mataré... y no quiero.
Este impulso tan intenso no es sed de sangre, sino ganas de volar. Volar, como tú. Te odio y admiro por eso. Por no ser nunca lo que yo creo que eres o quiero que seas.
Así me mantienes tras de ti, persiguiéndote como un perro. No me resigno a dejarte ir luego de mis tan estudiados (y fallidos) acechos.
Corre. Aléjate porque si te muerde la ansiedad de mis contradicciones morirás. Entonces la sensación de que esta persecución es un vuelo se extinguirá contigo, y no sabré qué hacer con tu cadáver: las ganas de alcanzarte son el único motivo de mi cuerpo.

lunes, 23 de abril de 2012

Una voz menos

Ya no eres mi interlocutora favorita. ¿Por qué te esfumaste de mis sueños? Hice esa cortina con cáscaras de cítricos porque sé que te gusta su aroma. ¿Fue que te faltó aire, que te desesperó el techo azul, que no pudiste decidir de qué color pintar las paredes del recinto que solo a ti dediqué en mi mente?
Quisiera odiar los cuadros azul mar que me regalaste, pero no puedo. Desearía reventar las macetas con gardenias que cuelgan de las ventanas, pero no me atrevo a tocarlas. ¿Para qué? Sé que me arrodillaría a llorar sobre la tierra de la que arrancaste tu aroma, y que ese gesto, dramático cuan inútil, no te hará volver.
Ni creas que te extraño. Tu voz nunca hizo que este mundo fuera (ni un poquito) más fácil. Es solo que me distraía de mis absurdos monólogos, imposibles de entender hasta para mí. Quizá en el fondo esté bien que te vayas: eso me gano por quererte sin haberte domesticado primero.
Lo que más me decepcionó de ti es que no fueras tan temeraria como pensé. Qué triste darme cuenta que no era lava lo que corría por tus venas, ver que preferías quedarte en la comodidad del espacio que para ti inventé en mi mente, en vez de brincar fuera de mí para lanzarte a la aventura conmigo.
¿Tuviste miedo de saltar de azotea en azotea conmigo? Y yo que esperaba que me enseñaras a volar. Por no quedar en evidencia preferiste suicidarte. Ahora, en mi silencio, no tengo ganas de inventar otra versión de ti para enamorarme, pero tampoco deseo escucharme más.

domingo, 15 de abril de 2012

La piedra del río

La piedra ha sentido ganas de ser río. De ya no oponer su cuerpo, redondo y terso luego de siglos de ser arrastrada, a la infinita corriente de agua. Ha deseado disolverse, ser también líquida, para así dejar de soportar la gravedad pesada de su condición de roca inerte.
A veces, cuando llueve, llora un llanto invisible, cuyo atronador sonido se pierde entre los truenos de la tormenta. Siente que a nadie le importa y lamenta no poder morir. Por la posición en la que quedó atorada en la corriente, hace ya algunos miles de años, es imposible que vea que bajo la lama que le crece hay una familia de peces. La resistencia de la piedra contra la fuerza del agua les ofrece un hogar donde refugiarse.

jueves, 12 de abril de 2012

Asalto

Son tres los que golpean al hombre al que le acaban de arrebatar la cartera, porque trata de defenderse. Karina no lo ve: está concentrada contando el dinero: mil, dos mil, tres mil, cuatro mil, cinco mil...
El sonido seco de un golpe la distrae: de alguna manera el hombre logró escapar de sus golpeadores, que ahora lo persiguen. Ella se esconde el fajo de billetes bajo la axila y corre para alcanzarlos. Resuenan las pisadas sobre el pavimento húmedo por la llovizna. En la avenida, larguísima, solo están ellos. El que huye la siente infinita. Jadea. Los perseguidores se le acercan cada vez más. Karina saca la pistola.
Uno de los hombres lo alcanza y derriba. Los otros dos le caen encima a golpes. Luego lo levantan. El hombre no tiene fuerzas para sentir miedo cuando ve que Karina le apunta a la cabeza. Suena un disparo. Los hombres dejan caer de espaldas a Miguel, quien al estrellarse contra con el piso se pulveriza como una estatua de yeso, y deja al descubierto una varilla metálica.