miércoles, 11 de enero de 2012

El fin del mundo, otra vez

Es la segunda vez que me es dado asistir al fin del mundo. La primera vez yo era un cachorro muy ingenuo. Acababa de dejar mi primer hogar. Salí a un parque sin cuidarme de los perros, porque ignoraba que me podían (y querían) descuartizar. Miré un cielo oscuro y profundo, casi líquido, en el que flotaban demasiadas estrellas con un fulgor impregnado de un inquietante color naranja.
Cuando alcé la mirada justo sobre mí, pude contemplar un sol moribundo, que se acercaba furiosamente rojo, cada vez más rápido, directo a estrellarse contra el mundo y aplastarme con él. Creo que esa fue la primera vez que morí, pero no estoy seguro.
Hace unos días sucedió de nuevo. Miré una tarde el cielo claro, cuando todavía es temprano y puede verse la luna como una uñita blanca entre las nubes. Junto a ella vi algo como una luna anaranjada. No le di importancia y dormí la siesta. Creo que cuando desperté era de noche, pero no estoy seguro porque no pude ver el cielo: todo el espacio celeste lo ocupaba un planeta gigantesco, que venía acercándose con aparente lentitud, rodando todavía lejos.
Supe que a este planeta le quedaba poco. Ante esta certidumbre aterradora sólo atiné a contemplar embobado los inimaginados bordes de los continentes de aquel otro mundo desconocido; el verdor oscuro de sus bosques, el tono marrón de sus desiertos, la danza de las nubes y tormentas que se arremolinaban sobre sus océanos. Cuando parecía que bastaba dar un salto para  alcanzarlo, la enorme masa planetaria regresó por donde vino, girando a toda velocidad: como un yo-yo.
Desde entonces no he dejado de pensar en las cumbres nevadas de sus sistemas montañosos, que se extendían por su superficie como blancas y gruesas cicatrices. Y me reprocho no haber intentado al menos brincar en él. Seguro en aquel mundo no había humanos.

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