No temo al silencio. Sólo a escuchar en él los latidos de tu corazón. Porque entonces pierdo la cabeza.
Lo veo enjaulado en tu pecho, como un pajarito rojo. Ciego. Su voz me encanta. Oírlo me provoca el impulso de abrir la jaula en el momento justo en el que estás más indefensa.
Presiente la libertad y escapa. El revoloteo de sus alas anuda mi estómago como si un perro lo mordiera. Pero él no me ve, no me siente. Mi presencia no lo inquieta. Se me eriza la piel mientras me acerco con cuidado.
Imagino que le arranco de una mordida la cabeza, que será dulce y crujiente como una cereza cubierta de chocolate y nuez. Casi siento en las patas su cuerpecito cálido, la facilidad con la que mis garras se hunden en su carne, el cosquilleo que me provocan sus plumas al pasar por mi garganta...
Entonces él vuela de nuevo hacia la jaula de tu pecho. Te das la vuelta en la cama y lo encierras. Me despierto. Te acecharé toda la noche, esperando oír la señal para volver a atacar. Más vale que me duerma antes que tú,
que no vuelva a escuchar el canto de ese pajarillo mientras bajas la guardia, porque te juro que lo voy a matar. Lo devoraré y vas a tener que disculparme. Hay cosas que simplemente nunca podré evitar.
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miaus