Nada hay más triste o patético que un gato empapado por la lluvia. Pero no le tengas compasión ni lástima: el lindo gatito sigue siendo un asesino. (Tiene que serlo)
Esta noche carezco de refugio. Ante la tormenta he debido esconderme bajo un carro viejo que escurre suciedad y grasa. Hace frío, pero está bien. Puedo soportarlo. Sabré calentarme con amor propio.
Mañana buscaré un sitio mejor. Mi lugar. Porque sé que afuera hay un sitio (o varios) perfecto para mí. Es sólo cuestión de encontrarlo, de tomarlo. No importa lo que tenga que hacer para apropiármelo. Puedo pelear por él con otros gatos, seducir señoritas francesas o envenenar cachorros, si me estorban.
Si puedo sobrevivir a esta noche, si pueden recorrer mis patas un camino todavía más largo que el que hasta ahora llevo sin cansarme ni errar mis pasos, lo haré. Conseguiré mi propia madriguera y nadie podrá quitármela.
¿Parece egoísta? ¡Soy egoísta!
Gato, es decir.
martes, 31 de enero de 2012
viernes, 27 de enero de 2012
Instinto
No temo al silencio. Sólo a escuchar en él los latidos de tu corazón. Porque entonces pierdo la cabeza.
Lo veo enjaulado en tu pecho, como un pajarito rojo. Ciego. Su voz me encanta. Oírlo me provoca el impulso de abrir la jaula en el momento justo en el que estás más indefensa.
Presiente la libertad y escapa. El revoloteo de sus alas anuda mi estómago como si un perro lo mordiera. Pero él no me ve, no me siente. Mi presencia no lo inquieta. Se me eriza la piel mientras me acerco con cuidado.
Imagino que le arranco de una mordida la cabeza, que será dulce y crujiente como una cereza cubierta de chocolate y nuez. Casi siento en las patas su cuerpecito cálido, la facilidad con la que mis garras se hunden en su carne, el cosquilleo que me provocan sus plumas al pasar por mi garganta...
Entonces él vuela de nuevo hacia la jaula de tu pecho. Te das la vuelta en la cama y lo encierras. Me despierto. Te acecharé toda la noche, esperando oír la señal para volver a atacar. Más vale que me duerma antes que tú,
que no vuelva a escuchar el canto de ese pajarillo mientras bajas la guardia, porque te juro que lo voy a matar. Lo devoraré y vas a tener que disculparme. Hay cosas que simplemente nunca podré evitar.
Lo veo enjaulado en tu pecho, como un pajarito rojo. Ciego. Su voz me encanta. Oírlo me provoca el impulso de abrir la jaula en el momento justo en el que estás más indefensa.
Presiente la libertad y escapa. El revoloteo de sus alas anuda mi estómago como si un perro lo mordiera. Pero él no me ve, no me siente. Mi presencia no lo inquieta. Se me eriza la piel mientras me acerco con cuidado.
Imagino que le arranco de una mordida la cabeza, que será dulce y crujiente como una cereza cubierta de chocolate y nuez. Casi siento en las patas su cuerpecito cálido, la facilidad con la que mis garras se hunden en su carne, el cosquilleo que me provocan sus plumas al pasar por mi garganta...
Entonces él vuela de nuevo hacia la jaula de tu pecho. Te das la vuelta en la cama y lo encierras. Me despierto. Te acecharé toda la noche, esperando oír la señal para volver a atacar. Más vale que me duerma antes que tú,
que no vuelva a escuchar el canto de ese pajarillo mientras bajas la guardia, porque te juro que lo voy a matar. Lo devoraré y vas a tener que disculparme. Hay cosas que simplemente nunca podré evitar.
miércoles, 25 de enero de 2012
Sueño en negativo
Vi a un hombre azul eléctrico [curioso, porque en otra vida yo tuve ese mismo color de piel]. Poseía cierto magnetismo inexplicable. Su fuerza de atracción era irresistible: sin ningún reparo me acurruqué entre sus piernas.
Él empezó a acariciarme como si nos conociéramos de toda la vida, y eso me produjo sensaciones tan intensas como inéditas. Era como si al tocarme me hiciera repicar por dentro como una enorme campana y cada vez, en lugar de sonido, emitiera mi ser en ondas vibratorias. Lo juro por los pelos de mi cola. Así me fui desencajando de mí; no era doloroso, sino relajante y placentero.
De esta forma fui disuelto y multiplicado al mismo tiempo, apenas sostenido por la frágil atadura de mi cuerpo. Me costó un poco de trabajo volver, despertar. No estoy seguro de haberlo hecho por completo. Desde que tuve ese sueño, que recuerdo como una fotografía en negativo, he tenido una inquietante sensación de ligereza en el cuerpo. Como si no pesara, como si fuera invisible. Casi como si pudiera volar.
Por eso no me he movido de aquí. No brinco, ni corro. Para hacerlo necesito recobrar la gravedad de mí mismo, tener la absoluta certeza de que sigo siendo tan gato como siempre. Saber que mi felinidad es aún redonda, simple, perfecta.
[Un gato no desea otra cosa más que ser gato. Cualquier alteración en esta definición ontológica, lógicamente, lo destruye]
Él empezó a acariciarme como si nos conociéramos de toda la vida, y eso me produjo sensaciones tan intensas como inéditas. Era como si al tocarme me hiciera repicar por dentro como una enorme campana y cada vez, en lugar de sonido, emitiera mi ser en ondas vibratorias. Lo juro por los pelos de mi cola. Así me fui desencajando de mí; no era doloroso, sino relajante y placentero.
De esta forma fui disuelto y multiplicado al mismo tiempo, apenas sostenido por la frágil atadura de mi cuerpo. Me costó un poco de trabajo volver, despertar. No estoy seguro de haberlo hecho por completo. Desde que tuve ese sueño, que recuerdo como una fotografía en negativo, he tenido una inquietante sensación de ligereza en el cuerpo. Como si no pesara, como si fuera invisible. Casi como si pudiera volar.
Por eso no me he movido de aquí. No brinco, ni corro. Para hacerlo necesito recobrar la gravedad de mí mismo, tener la absoluta certeza de que sigo siendo tan gato como siempre. Saber que mi felinidad es aún redonda, simple, perfecta.
[Un gato no desea otra cosa más que ser gato. Cualquier alteración en esta definición ontológica, lógicamente, lo destruye]
domingo, 22 de enero de 2012
Aquí estoy otra vez: solo.
No tienen idea de lo bien que se está así. En el fondo los gatos estamos nada más con nosotros mismos. Tal vez parezca complicado, pero es de lo más simple. Como dice Rufus, en Diario de un libertino: Todas las verdades son grandes clichés. [No es que admire a Rufus, él habría dado lo que fuera por ser como yo]
La única compañía deseable y posible para un gato es él mismo. Todo lo demás son juegos que terminan por volverse enfermizos. Al menos a mí así me sucede: acabo impregnándome tanto de los otros, sin poder involucrarme con ellos debido a mi natural y egoísta condición, que mejor huyo antes de que sienta que ya invaden mi pellejo, que se meten hasta debajo de mi piel.
Ayer desperté luego de una larga caminata. Sólo recuerdo que empecé a caminar y después correr, impulsado por un miedo que me impedía detenerme a pensar. No sé cuánto tiempo ha pasado desde entonces, ni en dónde estoy. Sólo sé que ya no escucho esas voces en mi cabeza. Su arrullo me sedujo y al principio me provocaba sueños curiosos, pero después no podía sino despertar cada vez a una diferente pesadilla.
[Juro no volver a dormir en el patio de un hospital psiquiátrico.]
Ahora no. Ahora estoy bien. Desde aquí diviso a una familia que disfruta una comida al aire libre: asan carne. Hay un par de niños ahí que no se resistirían a mi encanto. Pero no tengo ganas de ir. Me encuentro perfecto siendo yo plenamente aquí, tirado sobre mi panza, jugando con mi cola sin sentirme ridículo, ni feliz. [Si no lo soy es porque no me lo permito: esa emoción se me manifiesta en una euforia continua muy agotadora].
La única compañía deseable y posible para un gato es él mismo. Todo lo demás son juegos que terminan por volverse enfermizos. Al menos a mí así me sucede: acabo impregnándome tanto de los otros, sin poder involucrarme con ellos debido a mi natural y egoísta condición, que mejor huyo antes de que sienta que ya invaden mi pellejo, que se meten hasta debajo de mi piel.
Ayer desperté luego de una larga caminata. Sólo recuerdo que empecé a caminar y después correr, impulsado por un miedo que me impedía detenerme a pensar. No sé cuánto tiempo ha pasado desde entonces, ni en dónde estoy. Sólo sé que ya no escucho esas voces en mi cabeza. Su arrullo me sedujo y al principio me provocaba sueños curiosos, pero después no podía sino despertar cada vez a una diferente pesadilla.
[Juro no volver a dormir en el patio de un hospital psiquiátrico.]
Ahora no. Ahora estoy bien. Desde aquí diviso a una familia que disfruta una comida al aire libre: asan carne. Hay un par de niños ahí que no se resistirían a mi encanto. Pero no tengo ganas de ir. Me encuentro perfecto siendo yo plenamente aquí, tirado sobre mi panza, jugando con mi cola sin sentirme ridículo, ni feliz. [Si no lo soy es porque no me lo permito: esa emoción se me manifiesta en una euforia continua muy agotadora].
miércoles, 18 de enero de 2012
El hombre que quería saber
Quiso el hombre saber y saberlo todo. Por eso leyó durante años todo lo que pudo sobre literatura y ciencia, hasta que comprendió que era imposible. Esta certeza le alteró los nervios y no pudo volver a dormir.
Se echó a correr el hombre y, en su locura, deseó al menos ver todo el mundo. Anduvo caminando muchos años y aprendió muchas más cosas que en sus libros. Entre ellas, que no le darían sus pasos para cubrir la faz de la tierra.
Esta verdad lo hizo llorar hasta desear morir. Entonces vino una mujer a consolarlo. La hembra descubrió en su cuerpo una alegría que él nunca en su vida había conocido, por eso le hizo el amor día y noche, hasta que semanas después supo que tendría un hijo.
El hombre fue feliz hasta el día del alumbramiento: el niño nació muerto. En ese momento se arrepintió de todos sus deseos, menos uno. Se colgó de un árbol y, mientras avanzaba por un túnel negro hacia la luz de la muerte, pudo ver que del otro lado había un hombre que lo sabía todo de él porque estaba leyendo su vida en un cuento:
Que había querido saberlo todo, que había querido ver todo el mundo, que había deseado morir, que había amado a una mujer y que había acabado por suicidarse.
Supo que ese hombre era él mismo, en otro tiempo, cuando sucumbió a la locura de querer saber. Comprendió que ya desde antes lo había sabido todo, pero nada pudo hacer porque, en ese preciso momento,
la historia llegó a su final.
Se echó a correr el hombre y, en su locura, deseó al menos ver todo el mundo. Anduvo caminando muchos años y aprendió muchas más cosas que en sus libros. Entre ellas, que no le darían sus pasos para cubrir la faz de la tierra.
Esta verdad lo hizo llorar hasta desear morir. Entonces vino una mujer a consolarlo. La hembra descubrió en su cuerpo una alegría que él nunca en su vida había conocido, por eso le hizo el amor día y noche, hasta que semanas después supo que tendría un hijo.
El hombre fue feliz hasta el día del alumbramiento: el niño nació muerto. En ese momento se arrepintió de todos sus deseos, menos uno. Se colgó de un árbol y, mientras avanzaba por un túnel negro hacia la luz de la muerte, pudo ver que del otro lado había un hombre que lo sabía todo de él porque estaba leyendo su vida en un cuento:
Que había querido saberlo todo, que había querido ver todo el mundo, que había deseado morir, que había amado a una mujer y que había acabado por suicidarse.
Supo que ese hombre era él mismo, en otro tiempo, cuando sucumbió a la locura de querer saber. Comprendió que ya desde antes lo había sabido todo, pero nada pudo hacer porque, en ese preciso momento,
la historia llegó a su final.
miércoles, 11 de enero de 2012
El fin del mundo, otra vez
Es la segunda vez que me es dado asistir al fin del mundo. La primera vez yo era un cachorro muy ingenuo. Acababa de dejar mi primer hogar. Salí a un parque sin cuidarme de los perros, porque ignoraba que me podían (y querían) descuartizar. Miré un cielo oscuro y profundo, casi líquido, en el que flotaban demasiadas estrellas con un fulgor impregnado de un inquietante color naranja.
Cuando alcé la mirada justo sobre mí, pude contemplar un sol moribundo, que se acercaba furiosamente rojo, cada vez más rápido, directo a estrellarse contra el mundo y aplastarme con él. Creo que esa fue la primera vez que morí, pero no estoy seguro.
Hace unos días sucedió de nuevo. Miré una tarde el cielo claro, cuando todavía es temprano y puede verse la luna como una uñita blanca entre las nubes. Junto a ella vi algo como una luna anaranjada. No le di importancia y dormí la siesta. Creo que cuando desperté era de noche, pero no estoy seguro porque no pude ver el cielo: todo el espacio celeste lo ocupaba un planeta gigantesco, que venía acercándose con aparente lentitud, rodando todavía lejos.
Supe que a este planeta le quedaba poco. Ante esta certidumbre aterradora sólo atiné a contemplar embobado los inimaginados bordes de los continentes de aquel otro mundo desconocido; el verdor oscuro de sus bosques, el tono marrón de sus desiertos, la danza de las nubes y tormentas que se arremolinaban sobre sus océanos. Cuando parecía que bastaba dar un salto para alcanzarlo, la enorme masa planetaria regresó por donde vino, girando a toda velocidad: como un yo-yo.
Desde entonces no he dejado de pensar en las cumbres nevadas de sus sistemas montañosos, que se extendían por su superficie como blancas y gruesas cicatrices. Y me reprocho no haber intentado al menos brincar en él. Seguro en aquel mundo no había humanos.
Cuando alcé la mirada justo sobre mí, pude contemplar un sol moribundo, que se acercaba furiosamente rojo, cada vez más rápido, directo a estrellarse contra el mundo y aplastarme con él. Creo que esa fue la primera vez que morí, pero no estoy seguro.
Hace unos días sucedió de nuevo. Miré una tarde el cielo claro, cuando todavía es temprano y puede verse la luna como una uñita blanca entre las nubes. Junto a ella vi algo como una luna anaranjada. No le di importancia y dormí la siesta. Creo que cuando desperté era de noche, pero no estoy seguro porque no pude ver el cielo: todo el espacio celeste lo ocupaba un planeta gigantesco, que venía acercándose con aparente lentitud, rodando todavía lejos.
Supe que a este planeta le quedaba poco. Ante esta certidumbre aterradora sólo atiné a contemplar embobado los inimaginados bordes de los continentes de aquel otro mundo desconocido; el verdor oscuro de sus bosques, el tono marrón de sus desiertos, la danza de las nubes y tormentas que se arremolinaban sobre sus océanos. Cuando parecía que bastaba dar un salto para alcanzarlo, la enorme masa planetaria regresó por donde vino, girando a toda velocidad: como un yo-yo.
Desde entonces no he dejado de pensar en las cumbres nevadas de sus sistemas montañosos, que se extendían por su superficie como blancas y gruesas cicatrices. Y me reprocho no haber intentado al menos brincar en él. Seguro en aquel mundo no había humanos.
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