viernes, 8 de octubre de 2010

Secretos de la cueva

La otra noche me perdí para encontrarme. Confié en mi sombra, que me llevó hasta una cueva oscura y desconocida. Me recordó a los escondrijos en los que me ocultaba de cachorro, en donde me construí pedazo a pedazo, pelo por pelo.
Conmigo, dos amigos. Uno viejo y uno nuevo. Ella y él. Nos conocemos mejor ahora que encontramos la forma de ser más sinceros. Pudimos ver nuestra esencia, girando como luces de colores en nuestras manos. Él es amarillo, ella puede ser verde o rosa, y yo ratifiqué que soy morado o azul marino. A veces tengo algo de rojo, pero casi no. Es demasiado intenso y no va conmigo.
Lo simple y lo incomprensible puede tocarse. Las verdades del mundo flotan en una bolsa de plástico que agito con las manos. El Universo es Dios dextro, jugando Cadáver exquisito. Lo sé porque lo vi.
Volví a escuchar el ruido del cristal contra el cristal; el vaso con agua que ponías sobre la mesa para que los espíritus se entretuvieran ahí y no te molestaran. Vi los lunares en tus manos arrugadas, y lloré porque sé perdidas sus caricias. Pero por un momento fui feliz de estar ahí contigo.
Las fotos se aparecen a mis ojos; no necesito cámara, los lentes empotrados en mi cráneo son perfectos. Puedo recuperar recuerdos que creí perdidos, puedo hallar las razones que bajo otra luz se me escapan. Amo la vida y lo natural; todo lo sintético me da náuseas.
He vuelto, y me siento bien. El bienestar se queda, indeleble, aunque después mis pasos por la calle insistan en querer deslavar esa sensación.
Soy el gato que soy, y eso es más que suficiente para ser tranquilamente feliz.

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