Eduardo salía a escondidas con Martha, una chica de la oficina que tenía muy buen trasero. Ella sabía que él tenía novia, pero no pensó que hiciera mal. No le importaba que se viera con Lucinda ciertas tardes porque le parecía que esa relación era muy apática, como si sólo lo hicieran por agradar a sus padres.
En cambio, ellos dos juntos echaban fuego. Casi no platicaban, no por falta de tema, sino porque al estar cerca se sentían poco propensos a hablar. Sólo se miraban mientras las manos de uno se soltaban con curiosidad sobre el cuerpo del otro, fuera de control. Así siempre terminaban en la cama.
Eduardo quería a Lucinda, pero con ella la química era diferente. Se sentía tan tranquilo y cómodo a su lado que ya quería pedirle matrimonio. Si últimamente dedicaba más tiempo a cansarse el cuerpo con Martha era porque estaba seguro de que se aburriría pronto de ella y podría empezar una familia feliz luego de haber apaciguado el demonio de la carne.
En una ocasión Martha dejó su cepillo de dientes en casa de Eduardo, quien no se percató o no le dio importancia. La tarde siguiente, cuando Lucinda fue a visitarlo, notó que había en el baño un cepillo de más. Ella era tranquila, pero no tonta. Ya intuía el sabor de otra mujer en la lengua de Eduardo, quien parecía inusualmente resignado a la frialdad de su carácter.
Durante la cena, una pasta boloñesa que él hizo, permaneció como siempre: callada y quieta. Sólo sonrió un poco más que de costumbre y Eduardo pensó que sería bueno plantearle de una vez lo de la boda. Fue por el postre a la cocina pensando en eso y cuando venía de regreso con el pie de frambuesas, Lucinda le reventó la botella de vino en la nuca. "Lástima de pie", pensó ella al verlo embarrado en el piso. Después de que abrirle a su novio las venas de las manos, se ocupó de dejar una escena de suicidio creíble. Al salir del departamento se llevó el cepillo.
Durante el velorio, Martha lo buscó como loca en el baño. Entonces supo que había sido Lucinda, que ella había matado a Eduardo. Le costó mucho calmarse para poder salir y más aún mirarla a los ojos. Lucinda vio su pánico y se contuvo de sonreír. Tenía que berrear un poco más la muerte de ese perro infiel. Además, no podía darle pistas a la puta ésa si quería ajustar las cuentas con ella después.
domingo, 19 de febrero de 2012
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miaus