miércoles, 29 de febrero de 2012

No te asustes

Mala idea salir tan tarde en la noche. Tomar de más. Perderte en un barrio desconocido. Dejar embarrada la camisa en la barda de la calle porque apenas eres capaz de sostenerte en pie e impedir que tu cuerpo se derrumbe sobre los vidrios rotos que no puedes ver, pero que sientes crujir en tus zapatos. La oscuridad tampoco atrofia tu nariz y percibes muy bien la peste a orines.
Se oye un ruido. Parece que alguien anda entre la basura. Tal vez un vagabundo loco te mate para quitarte lo que te queda de ropa. Volteas y ves un par de ojos amarillos, diabólicos, clavados en ti. Gritas del susto y después te sientes un poco ridículo.
Soy yo, no te espantes. Sí, me divierte tu cara de miedo. Me gusta intimidarte. Hacerte saber que te estoy vigilando. Lo que te asusta de mis ojos no es su brillo, sino su mirada. Te sientes desarmado, desnudo. Como si supiera quién eres y cómo llegaste aquí. Por supuesto, estabas demasiado ebrio para notar que he estado siguiéndote.
Sí, vete. Mejor corre. Regresa a casa antes de que amanezca. No sea que me convierta en tigre y te devore. No sea que te hipnotice y pierdas la razón. Pero no vayas tan rápido... ¿no piensas regresar por tu zapato? ¡Te vas a lastimar un pie!

viernes, 24 de febrero de 2012

Tragedia

Rufino no entendía la obsesión de Georgina por las palabras, hasta que un martes, muy tarde en la noche, la descubrió apenas a tiempo para impedir que se suicidara: la muy infeliz estaba atragantándose con las más crueles palabras del diccionario.

domingo, 19 de febrero de 2012

Cepillo delator

Eduardo salía a escondidas con Martha, una chica de la oficina que tenía muy buen trasero. Ella sabía que él tenía novia, pero no pensó que hiciera mal. No le importaba que se viera con Lucinda ciertas tardes porque le parecía que esa relación era muy apática, como si sólo lo hicieran por agradar a sus padres.
En cambio, ellos dos juntos echaban fuego. Casi no platicaban, no por falta de tema, sino porque al estar cerca se sentían poco propensos a hablar. Sólo se miraban mientras las manos de uno se soltaban con curiosidad sobre el cuerpo del otro, fuera de control. Así siempre terminaban en la cama.
Eduardo quería a Lucinda, pero con ella la química era diferente. Se sentía tan tranquilo y cómodo a su lado que ya quería pedirle matrimonio. Si últimamente dedicaba más tiempo a cansarse el cuerpo con Martha era porque estaba seguro de que se aburriría pronto de ella y podría empezar una familia feliz luego de haber apaciguado el demonio de la carne.
En una ocasión Martha dejó su cepillo de dientes en casa de Eduardo, quien no se percató o no le dio importancia. La tarde siguiente, cuando Lucinda fue a visitarlo, notó que había en el baño un cepillo de más. Ella era tranquila, pero no tonta. Ya intuía el sabor de otra mujer en la lengua de Eduardo, quien parecía inusualmente resignado a la frialdad de su carácter.
Durante la cena, una pasta boloñesa que él hizo, permaneció como siempre: callada y quieta. Sólo sonrió un poco más que de costumbre y Eduardo pensó que sería bueno plantearle de una vez lo de la boda. Fue por el postre a la cocina pensando en eso y cuando venía de regreso con el pie de frambuesas, Lucinda le reventó la botella de vino en la nuca. "Lástima de pie", pensó ella al verlo embarrado en el piso. Después de que abrirle a su novio las venas de las manos, se ocupó de dejar una escena de suicidio creíble. Al salir del departamento se llevó el cepillo.
Durante el velorio, Martha lo buscó como loca en el baño. Entonces supo que había sido Lucinda, que ella había matado a Eduardo. Le costó mucho calmarse para poder salir y más aún mirarla a los ojos. Lucinda vio su pánico y se contuvo de sonreír. Tenía que berrear un poco más la muerte de ese perro infiel. Además, no podía darle pistas a la puta ésa si quería ajustar las cuentas con ella después.

martes, 14 de febrero de 2012

Recuerdo arrancado

Uno de mis más antiguos desconocidos pretendía que volviéramos a jugar. Cuando ya estaba dispuesto, me distrajo la luz de un foco. Quién sabe cómo llegó a interrumpir nuestras travesuras bajo la cama, conocido refugio para las escondidas. Lo que más me perturbó fue que estuviera desconectado de la corriente eléctrica.
Me asusté y corrí escaleras abajo. Ya en la sala pude ver cómo de ellas escurría sangre. Tuve miedo. Quise llamar a alguien para que me ayudara, pero me contuve. ¿Quién auxiliaría a un gato que habla? Además, no tuve valor para articular mi petición. Ni siquiera sabía por qué demonios estaba tan alterado. Todo me pareció de lo más irracional.
Miré por la ventana. Vi cómo la casa del vecino de enfrente era arrancada del suelo y volaba por los aires, como si fuera jalada por un imán. Supe que debía correr. Le pedí a mi desconocido más querido que me siguiera afuera y cuando abrió la puerta salté. Toda la casa empezaba a elevarse. Le rogué a mi desconocido que brincara, pero pese a mis gritos (no quieren nunca escuchar el grito desesperado de un gato) no se atrevió a seguirme. Tuvo miedo de no poder, de lastimarse, yo qué sé.
Así que sólo pude ver cómo era arrancado de mi vida mientras la casa se desprendía del suelo. No tuve valor para ver cómo desaparecía en el cielo. Bajé la cabeza y lo odié, odié la luminosidad de su azul porque ante ella mis arbitrarios deseos y yo no éramos nada.

viernes, 10 de febrero de 2012

Necesidad súbita

Quizá sea absurdo que a un gato tan gris como yo de pronto lo asalte una imperiosa necesidad de rojo.
Parece increíble que mientras camino por ahí tratando de no ensuciarme con el lodo que deja esta lluvia, que ni moja ni deja ser, de pronto sienta la urgente necesidad de meterme en el cuerpo algo rojo/brillante, como la sangre de una herida recién abierta.
Pero así me pasa, que de pronto me altera la certeza de que si no consumo un poco (sólo un poco) de rojo muy intenso, algo malo pasará dentro de mí. Creo que es culpa de mi agujero negro, que aunque ahora es sólo un puntito oscuro en mi pecho, a veces se despierta y tengo que darle de comer rápidamente, o me arriesgo a que se abra por completo y me trague.
Es como esa otra sensación de que yo no soy yo, sino que estoy en otro lugar, en otro tiempo, o en otro cuerpo. Esto último es bastante más común y comprensible, a casi todo el mundo le pasa. Lo sé porque le saco provecho: así es como robo recuerdos. El problema es cuando se me sale de control y... En fin. Por fortuna pude hacerme con unas fresas gracias a que la dueña de la frutería se distrajo. No me gustan, pero contenían justamente la cantidad y el tono de rojo que necesitaba para seguir vagando.

jueves, 9 de febrero de 2012

Nunca parpadea

No cerrará nunca el ojo gigante, tan grande que sus pestañas son muros, porque estará ocupado hasta el fin de los tiempos en lanzar al cielo un grito mudo de piedras volcánicas y vegetación. [Matorral de palo loco, le llaman]

martes, 7 de febrero de 2012

Junto al jardín, en la tarde

¿Por qué siguen sin crecer mis flores?, se pregunta Jacinto, las manos llenas de tierra y el sudor escurriéndole a chorros. Jacinto es un indio muy humilde, sólo lo enorgullece saberse buen jardinero. Aunque ya no se siente tan seguro... ¡estas flores se están haciendo las difíciles!

Con seguridad les ha prodigado el mejor cuidado del que son capaces sus experimentadas manos y les ha recitado poemas que hacen reventar de gusto a las rosas más orgullosas. ¿Por qué serán tan desconfiadas éstas?

Las flores se niegan a crecer porque saben que el jardinero miente: no es que en verdad las ame, sólo les dice lo que quieren escuchar.