miércoles, 30 de junio de 2010

Correr bajo la lluvia

Llueve. No necesito decir que no me gusta el agua, soy un gato. Al caer sobre mí, las gotas frías me arruinan el pelaje, que paso gran parte del día acicalando. Mis patas salen sucias de los charcos. Estoy lleno de lodo.
No soy quisquilloso. La tierra seca no está mal, se sacude. Pero el lodo se pega.
Cuando llueve me dan ganas de huir. De esconderme en un lugar que sienta seguro. Hay que evitar el agua, el lodo, los perros, los autos que pasan salpicando todo, el viento frío...
Mientras me echo a andar buscando refugio, quisiera por un momento no estar solo. Voy por ahí sin fijarme, pero la memoria de mis pasos me lleva a rutas conocidas, cerca de personas que he abandonado. Me oculto en un rincón más o menos seco, y pienso en su cómoda oscuridad: ¿Volveré con alguno de quienes he dejado atrás? No, bien sé que no tiene caso. Aunque por un segundo tengo ganas, no funcionará.
De todas maneras, cuando pasa lo peor de la lluvia, me acerco. Puedo cerciorarme de que todavía viven ahí, ver qué tanto han cambiado. Tal vez han movido los muebles. Quizá ya tiraron el plato donde me daban de comer.
Siempre me fijo en cosas así. Aunque pretendo que no me importan, en el fondo sé que sí. No tardo mucho tiempo. Lo último que quiero es que alguien me reconozca. Que me llamen por el nombre que me habían puesto. No quiero escuchar que esas voces conocidas se dirijan de nuevo hacia mí. Igual que antes, me daría la espalda y seguiría mi camino. Pero prefiero huir antes, porque sé que me costaría más trabajo hacerlo. Y no quiero.

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