Y si intento algo para que el silencio no me rompa los oídos, pronto me doy cuenta de que es igual; detrás de cualquier sonido, de cualquier ruido insignificante, el silencio se impone. Sólo consigo cubrirlo, pero no esconderlo: ahí está.
Me detengo en mi afán de huir ¿Hacia dónde? ¿De qué, si ya estoy lejos de todo? Tal vez el problema sea que mis ganas de escapar son, en el fondo, ganas de volver. Pero no puedo. No puedo porque no estoy en ningún lugar, ni vengo de ninguna parte. Aquí es igual que en cualquier lugar.
No me atrevo a llorar ni a gritar, por miedo. No me preocupa lo que digan los demás [no existe nadie más], lo que temo es que si me dejo llevar por ese arrebato descubra que soy ridículo a mí mismo. Que tal vez me odio y me desprecio. Y prefiero no intentarlo siquiera, porque no sabría que hacer ante esa situación.
En el fondo sé muy bien que haga lo que haga, esto no tiene remedio. El problema es que no puedo huir de mí mismo, por más que lo he intentado.
Mi cuerpo se cansa de dormir, y mi cabeza de pensar. Ideas deformes o incompletas discurren, insoportables, sobre cosas que no existen. Que no deberían existir. No puedo detenerlas, ni desmantelar la fábrica que produce semejantes engendros. Sólo puedo aspirar a creer que un día todo tendrá sentido.
Será el día en que deje querer de huir, cuando decida encontrarme y hacer las paces conmigo. Cuando pueda dejar de detestarme a ratos. Podré entonces dejar de pretender para empezar a ser ese que yo sé que soy, pero que todavía no encuentro.
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